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  • Foto del escritorMariana Escobar

Cara Y Cruz


Regina guardó silencio por un instante. No estaba acostumbrada a abrir su corazón de esa manera. Agachó la cabeza como una niña avergonzada, pero orgullosa, que se ha caído de su caballo y no quiere admitir a nadie que se ha lastimado las rodillas; y miró entonces con fijeza sus manos mientras recobraba el aliento, para no tener que mirar a su acompañante. Estaba temblando; acaso fuera el viento frío que circundaba su alma y su cuerpo por igual, acaso el peso y el esfuerzo de aquella última confidencia. A lo lejos, la oscuridad de la noche parecía cubrir con su manto helado la inmensidad del campo, como si cada ser viviente en la hacienda hubiese detenido su reloj, solamente para morir al abrigo de la Luna, o escuchar del viento la razón de la tristeza de su ama. En ese momento, deseó que aquella noche oscura y lúgubre también se llevara su pena, pero era inútil. Aquel fuego ardiente era suyo, egoísta e inevitablemente suyo, y parecía que nadie lo podía apagar.


Anthony la miró en silencio, respetando su dolor y, en cierta forma, su nueva y desacostumbrada fragilidad. Hacía ya tanto tiempo que eran amigos y, sin embargo, aquella dama profundamente sensible, pálida y vulnerable que estaba ante sus ojos era tan distinta a la magnética y rutilante criatura que había conocido en un salón de baile tantos años atrás, que no podía más que mirarla con asombro y cierta ternura, indeciso sobre cuál debía ser su siguiente paso. A decir verdad, estaba tan fuera de su zona de confort el dejarse llevar por los sentimientos y las emociones, que el dolor de Regina se le hacía, a veces conmovedor; a veces, fascinante; a veces confuso y ensordecedor. Una parte de su compleja e intrincada estructura mental quiso comprender, e incluso vivir, algo de la llama que parecía consumir el corazón de su amiga, pero no sabía cómo confortarla... No sabía qué decir.


De pronto, como si hubiese despertado de un sueño, vio a Regina levantar la cabeza y mirarlo, casi sorprendida de que aún se encontrase allí. Sus brillantes ojos negros, del mismo color que su larga trenza, brillaban aún más por la presencia de dos incipientes lágrimas que luchaban por salir, como si el orgullo y la tristeza se disputaran por igual la supremacía en el corazón de su dueña. Al tanto de esta lucha sin cuartel, Regina miró hacia el horizonte, y exclamó, la mirada perdida hacia la nada


-Soy una tonta, ¿verdad que no debo llorar?


Anthony vio entonces cómo la tristeza ganaba por dos milésimas de segundo, pues las pequeñas lágrimas habían iniciado ya su carrera por el rostro de Regina, antes de que el orgullo volviese a tomar el control, para frenar el copioso llanto que insistía en fluir. Como el caballero que era, Anthony sacó su pañuelo de seda, y se lo extendió, mirándola con una expresión en la que se mezclaba la comprensión y la empatía.


-Llora, Regina. Aún por aquellos que no podemos, o que hemos olvidado cómo hacerlo.


Regina giró su cabeza, como si, en un mágico momento, se hubiese dado cuenta que su dolor no era único. Y así como, instantes antes, Anthony había descubierto en ella una mujer desconocida, ella vio a su amigo de infancia como nunca lo había visto; aquel hombre cabal, el caballero correcto, intachable y sereno que siempre había visto tan dueño de sí, y cuya presencia de ánimo había admirado y envidiado por ser tan distinto a su loco desbocar por la vida, parecía admirar y envidiar esa aparente incapacidad -que ella tanto se reprochaba- de no sentir cada palmo de vida con tanta intensidad. Aceptó el pañuelo con su delicada mano, y se lo llevó a los ojos, para borrar los rastros visibles de debilidad. Luego, mirando aquel trozo de tela y retorciéndolo entre sus manos, cerró sus ojos, pensando en aquel descubrimiento que acababa de hacer.


-Cuando sientes de una forma tan intensa como yo lo hago- comenzó a hablar, en un susurro suave y soñador-, crees que en cada respiración se atiza un fuego interno que te quema y que te consume; que te hace sentir tan vivo, como si tu ser pudiese explotar en un gran espectáculo que llenase todo el universo. –En este punto, su momentánea emoción, se convirtió en angustia-. Pero, de igual manera, es tan asfixiante y tan profundo, que cada vez que tu corazón se pincha con una aguja, duele en el alma como si te estuviese atravesando una espada. Sentir así te llena de vida, sí, pero también te mata –Regina giró su cabeza con una tristeza llena de resignación, y fijó los ojos en Anthony-. No lo hagas, Tony, no desees la cruz que yo llevo, y que hoy no puedo soportar…


Anthony la miró con asombro. Había tanto fuego en sus palabras, tan desgarrador como las dolorosas confidencias que le había hecho aquella noche, que nuevamente sintió esa mezcla en su interior de simpatía, admiración y, -¿por qué no decirlo?-, un atisbo de celos. Ahora fue él quien miró a lo lejos, y con una media sonrisa, casi dirigida a la Luna, le susurró con su voz queda, segura y musical:


- Peor es sentir que te atraviesa una espada, y que el corazón no sangre, Gi; ni siquiera se inmute… Dichosa tú que sientes más…


Regina y Anthony se miraron, por un momento, como abrumados cada uno por el peso del sentimiento y de la indiferencia que cada uno odiaba en sí mismo y envidiaba en el otro. Y ambos se quedaron en silencio, contemplando los astros en el firmamento, quizás buscando en las estrellas las respuestas que la tierra no les había podido dar. Y allí estaba Orión, el silente cazador que huye del dolor y la muerte cuando aparece el Escorpión en el cielo, pero anhela secretamente el brillo de las Pléyades en la inmensidad; y también la elegante y brillante Luna, aquella amante sufrida que exprime cada sentimiento, hasta desaparecer, pero renace como el amor, como la vida, como la muerte, mientras haya en la tierra un alma que se entregue al corazón…


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