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  • Foto del escritorMariana Escobar

El Águila Y El Fénix -Parte I


La reina Isabel meditaba. Con los codos reposando sobre los brazos de la silla y la cabeza erguida, el mentón apoyado sobre sus manos entrelazadas, guardaba silencio mientras su valido le daba los últimos informes de la situación . Sin escuchar. Solamente tenía oído para las voces de su cabeza, tan lúcidas en otras ocasiones, que no parecían encontrar una solución al problema que hoy enfrentaba. Ni siquiera habían callado en aquel momento, hacía ya tanto tiempo, en que a punto estuvo de perder a su familia y al reino por igual; momento en el que sólo su férrea voluntad, impuesta sobre un esposo que se había tornado débil y quebradizo, les había salvado a todos. Y ahora, el mismo enemigo regresaba de la muerte, para destruir todo aquello que había construido durante tantos años. Pero esta vez, no tenía una respuesta.


Por un segundo elevó la mirada hacia los demás miembros del consejo. ¿Cuánto podía confiar en ellos realmente? Todos habían sido leales servidores del difunto rey. Pero, ¿lo serían también de ella? No podía decirlo. Era consciente de que muchos la odiaban. Para ellos siempre sería la inglesa, impuesta como regente sólo por el deseo de su esposo, a su muerte, para velar por los intereses del último vástago que le quedaba a su dinastía; esa niña que con tan sólo nueve años, heredaba a su padre en la situación más precaria que se pudiese imaginar. De ello eran ya ocho años de lucha que habían desgastado su juventud y su fuerza, resistiendo a unos nobles caprichosos y desleales que la despreciaban por extranjera, y la menospreciaban por ser mujer. Debía ser fuerte para combatir a sus enemigos, pero ¿cómo hacerlo si no podía confiar en sus amigos?


-Mi señora - la voz de don Pedro Guzmán, valido y hombre de confianza de la reina, logró sacar a Isabel de su abstracción. Los nobles del sur se niegan a cooperar con vuestra majestad.


-¿Osan negarse a rendir homenaje?- inquirió Isabel


-No, mi señora, no se atreverían a tanto. No abiertamente, por ahora; pero retrasan el momento con excusas superfluas, que es lo mismo. Seguramente intentan ganar tiempo para negociar con Felipe de Montmorency, y ver si éste les ofrece unas condiciones favorables para brindarle su apoyo en sus pretensiones a la corona. Actúan como mercenarios, vendiéndose al mejor postor. Será cuestión de tiempo que otros se unan, especialmente si Navarra decide apoyar al francés.


-Los nobles odian los altos impuestos y la pérdida de privilegios, majestad. En todo el reino se resienten vuestras medidas. Apoyarán a Montmorency si él les ofrece la libertad que vos les negáis. Negociad, os lo aconsejo. Necesitáis apoyo para enfrentar esta batalla, y los nobles sólo os apoyarán si accedéis a algunas de sus demandas, que, por otro lado, no son descabelladas. Su derecho como señores feudales se ha visto afectado por vuestras leyes. Perderéis parte de vuestras rentas, es cierto, pero no perderéis el reino de vuestra hija.


Isabel clavó sus ojos azules en Jaume de Ampurias, el hombre que así hablaba. No se trata de mis rentas –se dijo-. La crisis económica requería esas medidas, y la independencia de los nobles dentro de sus territorios estaba minando la autoridad real sobre los mismos; ellos debían aprender que estaban sujetos a un soberano. Aquellos derechos feudales que tanto defendían, no eran más que una independencia peligrosa que amenazaba la unidad de sus reinos. No, no podía permitirse volver a los tiempos de Jaime I, en el que los traidores imponían sus condiciones, por la debilidad de la corona. Cede ahora, y tendrás que ceder siempre, pensó. Nunca le había agradado ese sujeto; desconfiaba de sus intenciones. Después de todo, él mismo había iniciado una revuelta en contra suya, tiempo atrás, y debía el tener la cabeza sobre los hombros a su renovada fidelidad y la posición estratégica de su condado. Pero ella nunca olvidaba; “los amigos cerca; los enemigos, más cerca”, decían. Tendría que vigilarlo más.


Los ruidos detrás de la puerta, desviaron por un momento la atención de los presentes. Una voz femenina, clara y decidida, había comenzado a distinguirse, entre las voces confundidas de la guardia, hasta hacerse lo suficientemente notoria para interrumpir la reunión. Finalmente, las puertas de la sala se abrieron. E Isabel contempló, con sorpresa, la figura de su hija irrumpiendo en el lugar.


-Disculpad, señora, pero parece que vuestros guardias albergan ciertas dudas sobre mi derecho a entrar en la sala de consejo.


La confusión de la sala fue general. Doña Mariana jamás había ingresado en la sala de consejo. Aquella niña callada y frágil, que el azar del destino y una guerra habían puesto en el trono, era casi una desconocida para ellos; una figura simbólica que jugaba a las muñecas, mientras su madre jugaba a dirigir el reino. Nadie parecía recordar que ya no era una chiquilla. Su regreso, tras dos meses de secuestro en manos de Felipe de Montmorency, había generado mil habladurías, particularmente sobre su estado mental. Aquel arrebato parecía confirmar dichos rumores. Nadie dudaba que sería Isabel quien habría de reinar después que Mariana cumpliese la mayoría de edad, pues ésta no poseía más cualidades para llevar la corona, que su derecho de nacimiento; y esa posibilidad, tras ocho años de estricta regencia, era del desagrado de muchos. No era de extrañar que algunos nobles estuviesen contemplando la posibilidad de unirse a Montmorency, aunque se tratase de un francés, y aunque ello implicara traicionar a la legítima heredera y al legado de su padre. Después de todo, era un varón, un hombre de armas, y su derecho al trono -por detrás de Mariana-, era indiscutible. No era una niña temerosa escondida tras las faldas de su madre.


-Su majestad, os lo ruego, perdonadnos- dijo uno de los guardias, dirigiéndose a Isabel. Pensamos que nadie podía entrar a la sala de consejo sin vuestra autorización.


-¿Debo entender, entonces, que la reina no tiene autorización para entrar a su consejo?-. La voz de Mariana, serena, aunque ligeramente airada, terminó de confundir a los guardias. -Retiraos- fue su sentencia.


-Ya escuchasteis a su majestad. Retiraos- repitió Isabel, mirando a su guardia-. No queremos ser interrumpidos. Y no volváis a perturbar a vuestra señora. Es su consejo, como ha dicho, y puede entrar cuando le plazca.


La vergüenza de los guardias alcanzó su ápice. Se retiraron, haciendo ridículas venias a Mariana, quien no se inmutó. Tenía la mirada fija en su madre.


-Me alegra veros de mejor semblante, hija mía-. Isabel sostuvo la mirada de su hija con total normalidad-. Sin embargo, debo recordaros que el médico os recomendó guardar cama.


-Agradezco vuestra preocupación, señora. Pero no puedo pensar en permanecer en una cama, mientras estoy a punto de perder un trono.


-El consejo velará como ha hecho siempre, por encontrar la forma de preservar el trono y el reino de vuestra merced. Vos debéis preocuparos solamente por vuestra recuperación.


-Lo sé, madre; no dudo que vuestra majestad velará por ello, y lo aprecio profundamente. Pero no puedo seguir permaneciendo ajena a lo que acontece en este reino que fue de mi padre, que vos has cuidado con esmero tras su muerte, y que he de dirigir, por la gracia de Dios, dentro de poco. Menos en un momento como éste, en el que tal reino se encuentra en riesgo. Además –sonrió y dirigió una mirada a los presentes-, dado el caso y cuando llegue la hora, en el trono podré dormir; pero desde una cama, os lo aseguro, no podré reinar.


Isabel miró sorprendida a su hija, pero ocultó su apremio rápidamente. No podía discutir el derecho de Mariana de permanecer en el consejo. En su interior se reprochaba el haberla apartado de ese deber durante tanto tiempo; pero, a decir verdad, no confiaba en que, llegado el momento, ella pudiese asumir por sí misma la gran obligación que tenía en frente. Y lo peor es que su hija lo sabía. Pero era tan parecida a su padre -sentimental, retraída, débil-, que Isabel no podía pensar otra cosa. Mariana no sabría hacerle frente a las dificultades con la fuerza necesaria para prevalecer; sería un títere en manos de aquellos grandes señores que hoy resentían el control y el orden que ella había establecido durante su regencia. Si tan sólo Margarita no hubiese muerto; si tan sólo ella no hubiese fallado en darle a su esposo el heredero varón que podría garantizar la continuidad a su estirpe, con mano firme y decidida. No, Mariana no tendría el carácter; y por amor a su esposo y a más de cien años de historia, ella no podía fallar. No en eso. Tenía que garantizar la perpetuidad de su dinastía, así tuviese que trabajar en las sombras para que así ocurriera.


La reina madre se acercó a su hija, y en voz baja, la interpeló. –No es momento para frases ingeniosas, Mariana-. Si vuestra salud está en riesgo, y queréis garantizar vuestra continuidad como reina, cuidaos vos misma. El consejo se encargará de lo demás.


Mariana levantó la barbilla, sin dejar un instante de mirar a su madre. Pero no le contestó en voz baja, como ella había hecho; sino que se separó de ella, y se acercó a los nobles, reunidos en la mesa, caminando entre ellos y escrutando los rostros en los que habría de confiar su seguridad.


-Decidme, madre, ¿Qué hombre, por noble que parezca una causa, se unirá a ella sin un líder que sea digno de ser seguido? ¿Qué líder inspirará a hombres y ejércitos a morir por su causa, mientras permanece entre velos y sábanas, ante la primera dificultad que tiene que enfrentar? Y saben Dios y el reino, que no es la primera vez, ni la última, que hemos de luchar contra ese hombre.


-El asunto es sencillo- continuó-. Es Felipe de Montmorency o yo. Y los hombres de esta península deben comprenderlo así. Vuestros servicios a la corona han sido encomiables, señora, pero, admitámoslo, la nobleza no valora vuestros esfuerzos; sólo busca su bien personal. No será en torno a vos que han de reunirse. Si queremos triunfar, si queremos que las hordas y los ejércitos peleen por nos, tienen que tener una razón, una bandera. Y esa bandera, señora, soy yo. O por lo menos, lo que mi persona representa.


Los miró nuevamente. Sabía que había captado su atención. Volvió a mirar a su madre, no con altivez, pero con toda la confianza y la propia conciencia que jamás había tenido, y entonces, se sintió con el valor necesario para reanudar su discurso...

(continuará)


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